Después de muchas semanas planteando y planificando los detalles, llega la fecha señalada.
Quedamos a las 6 de la tarde del viernes en la nave de Guillermo donde se colocan las bicis (en el carro) y metemos las mochilas al coche que nos llevará a Francia.
Nuestro punto de partida: Saint Jean du Pied de Port.
En el coche viajamos: Marta B., Guillermo, Diego, Bauti, Cesar A., Dani y yo (Iñaki).
Ya con noche cerrada llegamos al pueblo y tras despedir al conductor, nos las vemos y deseamos para cargar maletas y aperos varios en busca del albergue.
Por suerte Guillermo y yo, ya hicimos la primera parte del periplo hace unos tres años y nuestros despistes nos hicieron dar vueltas por el pueblo, loq ue en este caso nos vino muy bien para encontrar la calle donde estaba nuestro lugar de pernocta.
Los franceses tienen costumbres un tanto diferentes a nosotros (y más en los albergues), ya que mientras unos entendemos por «atardeciendo», las 21:30, allí lo entienden como «es muy tarde!!!, hora de dormir!!! y en poco rato cerraremos las puertas!!!. Silencio por diooooos!!!!».
Dicho esto nuestra llegada al albergue fué apoteósica ya que tras llamar e la puerta, la primera persona que entró, vió un cencerro del tamaño de un jarrón y pensó:
– «Estos son muy rurales y esto hace las veces de timbre…»
– » CLONCK CLONCK COTOCLONK!!!!!!»
Y allí que baja el francés braceando con los ojos más abiertos que dos «galletas María»:
-«Silencioooooooo…»
Ahora medio pueblo sabía que un grupo de debajo de los Pirineos, habían llegado…
El albergue tiene cuatro plantas, y nosotros tenemos asignada una gran habitación en la tercera.
Nos repartimos las camas, preparamos los bártulos para el día siguiente y ponemos el despertador a las 6:45.
A las 7:15 estamos desayunando en el albergue y poco después bajamos a la calle, nos preparamos y aparece al fondo de la calle el coche de Fermín.
Le acompañan su amigo Alberto y su mujer, Feli, que hará de apoyo y tras montar las maletas al coche, nos esperará en Roncesvalles.
Bajo una conínua lluvia, que sin ser torrencial, caía sin cesar, anclamos las botas en los pedales y damos las primeras pedaladas por el pueblo.
Nada más abandonar la última calle (cuando digo «nada más», quiero decir exactamente eso…), tenemos que apretar los dientes. Una larga rampa cercana al 20 % nos pilla con las piernas frías y nos termina de despertar.
Ascendemos y encontramos algún que otro descanso, hasta que un par de kilómetros más adelante, se terminan las concesiones.
Empieza una sucesión de rampas de entre el 18 y el 24% que durarían un buen número de kilómetros.
Por suerte vamos mentalizados y con la cabeza mirando a la rueda delantera. Saludando a los peregrinos que caminaban junto a nosotros, pasaron los ratos de sufrimiento (o al menos esos ratos…).
Por fín, tras pasar, lo que llaman «la mesa», las rampas empiezan a suavizar algo y si bien las del 15% no son moco de pavo, nos parecen una maravilla…
Estamos empapados, desde la cabeza a los piés.
Los impermeables, la lluvia, y el sudor se fundieron para no dejarnos un lugar seco en el cuerpo.
De poco valían las botas de invierno, los GoreTex ni otros tejidos técnicos, pues, si no se escurría el agua desde un sitio, el sudor lo hacía por otro a ritmo superior al que las prendas podían expulsar…
Llegamos a un refugio/bar donde nos detenemos a tomar un café, tras lo cual reemprendemos nuestro periplo hacia la cumbre.
Entre la niebla que lo cubre todo y la incesante lluvia, solo podemos ver las ovejas, vacas y manadas de caballos que por allí pastan a sus anchas (o que se nos cruzan en la carretera).
El silencio, solo roto por los pocos vehículos de gente de la zona que aparece de la nada, nos mantienen alerta mientras ganamos más y más altura.
En su día Guillermo y yo, seguimos la ruta de los peregrinos de a pié pero esta vez en el albergue nos recomendaron que no tomásemos esa ruta porque entre el barro y las hojas mojadas, el accidente era seguro (en que mala hora les hicimos caso).
Nos indicaron que siguiéramos por el mismo camino que llevábamos … y eso hicimos…
En cuanto llegamos a la cima, el temporal empeora de forma ostensible y la lluvia hace daño en la cara al golpearla con la fuerza del aire que la impulsa.
Intentamos mantener el buen humor y pese a todo continuamos, durante kilómetros de sube y baja hasta que unas señales nos desconciertan, ya que… no indican Roncesvalles por ningún sitio.
Mientras algunos solo piensan en el dolor de manos, labios morados y la situación se va poniendo tensa, otros empiezan a ver visiones (no es broma), consistentes en hombres con perros y paraguas que supuestamente caminan a pocos metros de nosotros…
Pasa un hombre en una furgoneta y aunque no sabe Español nos indica que sigamos…
Continuamos y empezamos a descender hasta encontrar otro francés que nos dice claramente que ese camino se termina un kilometro más adelante y no lleva a ningún lado.
¿¿¿¿Como????
Nos indica que un cruce, dos kilómetros más allá nos podría llevar a la antígua fábrica de armas de Orbaiceta, lo cual pese a ser un valle diferente al que queríamos, nos convencía más que seguir deambulando por las cumbres, en medio del temporal.
Tomamos el cruce y tras ascender un poco más, empezamos a descender.
Varios kilómetros después, encontramos una granja, sita junto a la antígua fábrica de armas.
Un granjero está quemando troncos en una hoguera y nos acercamos como locos, a calentarnos en ella.
Mientras nuestras ropas humean emitiendo vapor, preguntamos al hombre que nos mira y habla, no sin cierto tono
de compasión…
-«Os habéis ido, peromucho mucho…»
-«Estaís aquí y tenéis que cruzar al otro valle ascendiendo por este camino unos 6 kilómetros cuesta arriba y otros 4 o 5 cuesta abajo y llegareís a Roncesvalles…»
Al menos ya sabemos donde estamos y por donde continuar así que nos separamos de la hoguera y continuamos bajo la lluvia ascendiendo por un precioso camino que atraviesa la selva de Irati.
Embarrados, mojados, cansados y desanimados, finalmente vemos los edificios de roncesvalles donde Feli estaba preocupada y sale a darnos el recibimiento.
Nos metemos a los baños de un bar y con los secadores de manos y toallas intentamos entrar un poco en calor.
Seguidamente entramos al comedor y devoramos lo que nos sacan, para posteriormente reemprender el viaje.
La sensación de salir de nuevo a la calle empapados, lloviendo y habiendo probado el calor del restaurante es penosa…
Salimos de Roncesvalles y tomamos la senda del camino de Santiago que discurre entre bosques y sendas con un techo de vegetación y arcos de follaje que casi permiten que olvidemos el frío y la humedad.
Pasamos pueblos y siguiendo la flecha amarilla avanzamos..
Ascendemos el puerto de Mezquiriz pero nos parece poca cosa, después de lo que llevamos ascendido.
Lo mismo nos pasa con Erro y excepto un par de rampas con piedra suelta, que nos hacen apretar los dientes de verdad, el resto transcurre mientras nuestro nivel de ánimo va recuperándose y empiezan a aflora las sonrisas y bromas típicas.
Todo esto, se salpica de caídas, por suerte sin consecuencias, que sufrimos varios.
En mi caso, atravesando un río de unos 5 metros de ancho (y lleno de verdín), la bici me derrapa, hasta que pierdo definitivamente la rueda y salgo disparado contra el suelo, por el que continúo arrastrandome.
El agua del río, que me salta por encima hace que me levante como un resorte.
Aunque parezca mentira… no me mojé… porque ya íbamos empapados, aunque sí que noté que ese agua estaba más fría que la ya propia 🙂
Tras coronar Erro, descendemos por los senderos que atraviesan los bosques y si bien nuestra idea inicial consistía en llegar a Pamplona, lá pérdida de ruta de la mañana nos hizo perder horas por lo que decidimos detenernos en Zubiri y disponer de tiempo para descansar sin prisas.
En el albergue, limpiamos las bicicletas, y una vez duchados y cambiados, parecemos personas de nuevo.
Mientras hacemos hora para cenar, salimos a tomar algo por el pueblo y a continuación despedimos a Fermín, Alberto y Feli que se van a casa.
Nosotros, no se muy bien cómo, terminamos en el polideportivo municipal donde se está jugando un partido profesional de remonte (deporte parecido a la cesta punta) que además está siendo retransmitido por televisión.
Finalizado el partido (emocionante y divertido, por cierto) reparten bocadillos de chistorra, que aprovechamos a probar.
Es domingo, y nos levantamos repuestos de la aventura de ayer sábado.
Como estaba previsto, el tiempo es mejor y no debería de llover, por lo que se nota el ánimo de la gente.
Desayunados y pertrechados con los equipos, acudimos a las bicis para colocar las (mochilas / alforjas).
Una vez preparados, salimos y rodamos disfrutando de los serpenteantes senderos por los que discurre el camino.
Solo decir que es una de las rutas más bonitas que he tenido la suerte de realizar en bici y si bien hace ya nueve años hice el camino, el volver a él, no le quito un ápice de sorpresa ni asombro por la belleza del paisaje.
Entre senderos, vallas de ganado, koreanos, franceses, ingleses, alemanes y alguno de la tierra, avanzamos y entramos en Pamplona donde nos detenemos a tomar un café y un pincho.
Con las fuerzas repuestas, encaramos nuestras ruedas hacia el Perdón, donde mnos habían dicho que la subida era casi imposible y tal… y la verdad es que había rampas duras, pero supongo que debido a lo del día anterior, ascendemos como jabatos y sin grandes aspavientos.
Si nos habían hablado mal del ascenso, el descenso lo ponían como imposible.
A decir verdad, los escalones fueron algo divertido, las rampas llenas de piedras nos sacaba sonrisas y la inclinación era la justa para disfrutar de la bajada… (hay gustos para todo).
Pasado el Perdón, nuestro ritmo aumenta y rodamos como si de una culebra se tratase, de forma uniforme y homogénea.
Antes de darnos cuenta llegamos a Puente La Reina desde donde salimos hacia Estella.
Yo recordaba este tramo como «rompe piernas» y creo que acertadamente ya que no hay grandes desniveles pero si un terreno que va minando poco a poco las fuerzas.
Pensando en comer y lo cercano del destino, rodamos hasta entrar en Estella donde Fermín y Feli nos esperan para comer con nosotros.
Volvíamos a casa, con una sonrisa y la sensación de haber disfrutado de una aventura que, como todas, tiene sus momentos de tensión pero que precisamente por estos mismos momentos hace que perdure y nos haga sonreír cada vez que revivamos tan intensos momentos.